La
escuela pública no. 26 estaba casi a la entrada del reparto
Ballina, entre la Carretera Central y el camino de Palomino, algo más
allá de la bajada del puente de San Lázaro sobre el río Tínima,
al oeste de la ciudad.
Construida
de ladrillos y tejas sobre un humedal ni sé cuantos años pudo tener
ni cómo los resistió entre las hierbas y el macío. No era en
verdad una zona pantanosa, pero como el terreno formaba una
hondonada, apenas caía una llovizna todo se llenaba de agua y
entonces teníamos que subir a las mesas y pupitres para estar a
salvo.
De
las goteras, ni se diga. Media hora después de la escampada seguía
lloviendo dentro.
Por
supuesto que para nosotros, alumnos del primero a sexto grado,
aquello era una fiesta y muy a gusto nos la pasábamos saltando de
una mesa a otra o jugando a los barquitos de papel y descontinuando
una buena cantidad de libretas a lo largo del curso.
Alguna
vez algún político, tal vez un consejal o un sargento de barrio,
para congraciarse con la comunidad hizo una campaña para dotar a la
escuela una letrina sanitaria y erradicar el cajón de madera que
teníamos como excusado, bastante problemático para nuestra edad.
Llegó
pues el día de la nueva letrina con dos bancos, una tapa y manual
de instrucción que mucho nos leyeron para aprender a utilizar
aquella maravilla de la técnica sanitaria. Lo primero fue, bien me
acuerdo, levantar la tapa antes de hacer caca y lo segundo, no
subirse en el banco.
En
el acto cívico se dio las gracias al político, a la presencia de
los padres invitados y a la prensa que tiró un par de fotos. Hubo
poesías y el discurso del nuevo prócer arremetiendo contra los
oxiuros de nuestros fondillos, producto de andar descalzos y metidos
en los zanjones. La promesa de agua, caminos y escuelas y un concurso para saber qué niño escribía mejor contra los
parásitos nuestros de cada día cerraron el programa. Aplaudimos y después nos fuimos
corriendo a coger un pan con guayaba que nos habían preparado como
merienda especial en el cobertizo del fondo.
A
los tres meses, bien me acuerdo, llegó una cuadrilla de obras
publicas y se llevó el banco apenas estrenado a otra escuela. Tal
vez para repetir el mismo acto patriótico con banderitas de colores,
aunque eso no me constas. De todas formas nos dejaron la antigua
letrina a cielo abierto.
En
otra oportunidad el Gobierno inventó lo del desayuno escolar según
el presupuesto del Ministerio de Educación, Dicho y echo. Llegó un
saco de gofio y una caja de leche condensada que una buena negra
conserje que teníamos y mal vivía se dedicaba a preparar día
por día en un gran caldero colocado sobre una hoguera en medio del
patio. Pero también alguna vez se acabó el gofio y el presupuesto,
y por tanto el desayuno escolar. Como se acabaron las libretas y los
lápices, los zapatos y se deshojaron los libros.
Muy
de vez en vez, en realidad un par de veces, los maestros de la
escuela pública 45 Narciso Monreal, ubicada dentro del cuartel del
Regimiento 2, Agramonte, de la Guardia Rural, ubicada a unas pocas
cuadras, por solidaridad nos invitaban a alguna excursión, por
ejemplo a la Granja Escuela. De una de esas giras es la foto que
acompaña ésta memoria tomada en 1949. Ante la cámara se agrupan niños de tercer grado
de la escuela 26 y junto a ellos y entre los profesores se encuentran el Dra. Eugenio Sánchez Torrentó, la Dra. Esperanza
Sala de Coll y la auxiliar Rosa Izquierdo Valero, todos de la escuela
45.
Después
vinieron y pasaron los años. Muchos años. Lo que entonces no era y
se soñaba, fue.
No
hace tanto pasé por donde estuvo mi escuela. Aparte de ya no estar,
nadie recordaba que allí existió una escuela. Y mucho menos en el
sitio donde hoy se levanta una fábrica de equipos hidráulicos
rodeada de viviendas y vida. Pero la escuelita estuvo allí justo.
Yo. Nosotros, lo sabemos bien.
Entonces
aparecieron aquellas otras imágenes, la de la anciana maestra. Una
mulata regordeta y llena de canas. La tenaz. La maestra de siempre en
todos nuestros grados y todos nuestros años. La maestra vieja con
los pies metidos en el agua, correteando tras los políticos por un
puñado de libretas, por un par de zapatos de usos para quien le
hiciera falta.
Recuerdo
como una sombra a aquella maestra a quien debieron meses de trabajo y
a quien una vez estuvieron a punto de lanzar a la calle cuando no
pudo pagar el alquiler de su casa y como nuestros padres, kilo a kilo,
reunieron lo necesario para evitar el desahucio. Nosotros
recordamos.
Sucede
pues que en días como estos, con tanto maestro joven y profesional,
con tantos alumnos en escuela nuevas nunca olvido aquella maestra. A
aquellos maestros de entonces que en verdad también, como el gran
José de la Luz nos enseñaron a pensar con su sacrificado
ejemplo. Gracias donde quiera quje estén
Casi me has hecho llorar con tus recuerdos. Agradezco las memorias. ¿Qué te parece si escribes algo de nuestra escuela de periodismo Walfredo Rodríguez Blanca? Saludos camagüeyanos, Bertha
ResponderEliminarOh, oh, mi señor, qué frescura de recuerdos aunque entintados de tristeza, "hasta que un día lo que soñábamos, fue". Un abrazo maestro, siempre leo a vuestros compatriotas escritores pero, meterme de cabeza en tus historias, me estremece de alegría. Espero verte por mi blog, corazón urbano.
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