San
Aparicio llegó una tarde a mi casa por la puerta de la cocina.
Fue
tan silencioso que nadie noto su presencia, pero cuando miramos el ya
estaba allí, sentado al borde de la tapia que da al patio. Ni una
palabra.
En
realidad nos dimos cuenta de que alguien ajeno había llegado porque
tengo dos gatas, una de ellas tal vez por problemas de edad parece
tomar vinagre cada mañana, porque basta mirarla serio un par de
veces o que le roces sin querer para que se erice con uñas al aire
y todo, así que ya pueden imaginar su comportamiento con extraños.
Esa
tarde pues gruño y arqueo el lomo a gusto y por eso fue que nos
dimos cuenta de la presencia de aquel nuevo vecino desarrapado.
Caramba,
lo que hace un corazón blando, como nunca nos dijo su nombre ni
nadie a la redondo sabia gran cosa de él, nos pusimos de acuerdo y
le nombramos Aparicio por el aquello de su silenciosa llegada. Lo de
San fue para otorgarle un titulo por su callada aparición como la
del beato español del siglo XVI.
Pues
les sigo diciendo que aquel primer día estuvo todo el tiempo en la
tapia cuanto quiso y como lo ignoramos, al final decidió desaparecer
tan silencioso como llegó. Pero no siempre ignorar a alguien es una
forma de quitarse algo de encima, así que al otro día, puntual,
allí esteba otra vez el individuo. “!Llegó Aparicio!”, dijimos
corriendo la voz de alerta a toda la familia, mientras las gatas se
posesionaron del patio vigilando los movimientos del visitante, pero
evidentemente esta vez menos agresivas y eso nos dio que pensar.
Como
esto se repitió con pelos y señas por una semana llegamos al
extremo de que, cuando su asistencia demoraba, nos preguntábamos,
“¿Qué le abra pasado a Aparicio?”.
En
realidad casi ni no nos dimos cuenta de que sus visitas comenzaron a
coincidir con la hora de nuestras comidas, así que nos pareció una
descortesía no decirle por lo menos “¿Gusta?”..
Es
cierto que como de principio no se decidía a bajar de la seguridad
de su tapia le acercamos un plato. “!Buen provecho!”. Eso fue lo
peor porque entonces fue visita de desayuno, almuerzo y comida y las
gatas se acostumbraron tanto a su presencia que hasta subían a la
tapia a ver si quedaba algo de lo que Aparicio comía. Por esa vía
se estableció un interesantes diálogos que duraban hasta altas
horas de la noche porque ya ni se preocupaba por irse a otra parte y
el parecía encantado con aquella compañía.
Un
día, hace tres meses, San Aparicio cargó con las gatas, se las
llevó no se a donde y nos quedamos desconsolados, primero porque
Yumi y Dalma llevan con nosotros muchos años y segundo porque no
entendíamos como se habían marchado con un desconocido así como
así.
A
la semana regresaron las prófugas pero Aparicio no. El vino después
campante, como si nada hubiera pasado y fue seguro a ocupar su puesto
en la tapia esperando algo bueno para la hora de la comida. Imaginé
que con marcada ironía pareció guiñarme un ojo.
Bueno,
¿para qué darle tantas vueltas a la cuestión?, hace cosa de dos
días la vieja Dalma y la joven Yumi, casi al unisono, parieron entre
ambas seis gatitos, y por supuesto, más de la mitad tiene la igual
pinta del padre, aquel San Aparicio que sigue allí entre nosotros y
que ya forma parte de la familia
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