La bajada de San Lázaro


Por años y no sé cuántos, una parte de la bajada de San Lázaro fue patrimonio familiar. Se denomina bajada de San Lázaro el otro lado del puente de ese nombre sobre el río Tínima, al principio o al final de la calle Santa Ana. Aun hoy el puente de San Lázaro es una magnifica obra de la ingeniería colonial, pues a pesar de siglos de existencia resiste con éxito los embates y el peso de un tiempo multiplicado muchas veces desde aquellos coches y carretones para los cuales fue hecho. Estoy seguro que no pocos lugareños conocen el lugar En realidad aquel no era un feudo hereditario, sino que un grupo de parientes construyeron allí sus viviendas por hallar el sitio amplio y cómodo para todos y además porque en un grado que no he podido descifrar, ésta generación mantenía relaciones familiares con Lafuente – Salvador otra tribu que habitaba la quinta Simoni, histórico y entonces carcomido caserón devenido en casa solariega situado frente a la Plaza de La Habana y a muy poca distancia de la bajada del San Lázaro. 


De ese entorno recuerdo que desde un portón abierto a la derecha de la casona, existía una carrilera de empinadas casuarinas que bajaba hacia las márgenes del río, cosa de una cuadra de distancia. Como es dable suponer, estos vinculos generaron una peculiar cofradía de hermanos, tíos, nietos y primos y sobrinos de todas las edades y yo, aunque vivía al otro lado de la ciudad, no dejaba oportunidad de correr hacia ellos para disfrutar del espacio de la quinta y sobre todo del río, que sombreado por una galería de árboles, tenía a la derecha del puente una magnifica pozeta. Bajo el puente pues aprendí a chapotear sin hundirme, colectar guajacones, nadar junto a mis perros, temerle a las negras inundaciones y cuidarme de los remolinos de espuma cuando el Tínima, no siempre manso, embravecía. Un día de los tantos, chapoteando bajo el puente escuchamos el motor de una ligera 
 avioneta sobre volando a baja altura la casona de la quinta, cosa nada extraña, y a lo que ya estábamos acostumbrados, pues se trataba de Abelardito, Abelardo Lafuente Salvador, el joven aprendiz de piloto que tenia su familia en la quinta y acostumbraba, en sus prácticas, cruzar por allí para saludar con cada vuelo. Poco después regresó el avión como desde la parte de la ciudad pero le escuchamos, nos pareció, demasiado cerca de nosotros y entonces enseguida el estruendo, desgajamiento de árboles y gritos no sé de donde. Saltamos del agua, nos vestimos como pudimos y nos lanzamos a acampo traviesa hacia la casa envuelta como en un torbellino de polvo y hojas. El tiempo ha de crear fantasmas en la memoria. Creo que tardamos en llegar apenas tres minutos, pero ya el lugar estaba lleno de personas que sacaban un cuerpo de entre los restos de la nave que enredada con la copa del pinar fue a enterrarse de nariz entre ellos, soltando un ala como evidencia del fuerte impacto. La cabina estaba aplastada y había sangre por todas partes, la suficiente sangre como para quitarnos el sueño por muchos días. Muchas veces he pasado por el lugar pero hace poco no fui a mirar, sino a ver al otro lado de la memoria. De toda aquella familia solo queda allí una brizna. La poceta hace rato que no existe. Tampoco ni los árboles ni el pinar. Rescatada en el tiempo la casona de la quinta Simoni se ha convertido por derecho en Monumento Nacional y atractiva Casa de la Mujer Camagüeyano. En el patio, en vez del bullicioso convite de familias y correteo de niños que allí vivían hallé un silencio conventual. Y entonces ocurrió que afuera en el patio, hacia los árboles orillados más acá de la rivera del río, en un aleteo de brisa y tal vez por ser el recuerdo más vivo, en un segundo creí ver pasa la sombra de la nave de Abelardito empeñado aun, a pesar de todo, en aquel adiós que le costo la vida aquel jueves 30 de agosto de 1945 .

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