El bodeguero

Existen tradiciones que vamos perdiendo, costumbres de barrio que se olvidan al paso del tiempo, unas porque la modernidad se impone y otras porque nos vamos poniendo viejos, y aunque la edad no determina que se pierda una tradición, al menos influyen los achaques de por medio.

Por eso ahora, para este fin de año, me viene a la mente un personaje que no conocieron los  más jóvenes, pero que fue una institución de cada esquina, una  especie de libreta de crédito para muchas familias.  Me refiero al bodeguero español. Al gallego de alpargatas y boina 24 horas tras el mostrador. Y aunque en realidad  los españoles son un mosaico de nacionalidades,  para los cubanos todos eran gallegos, sin importar su procedencia vascongada, cantábrica, sevillana o isleña, aunque de cariño nos surgió el aquel refrán que dice “No hagáis  bien a un gallego porque no lo agradece, ni un mal, porque no lo merece”

Hubo una época  en que teníamos  una bodega a mano en cada cuadra, barrio, pueblo o batey,  tiendas que comenzaron a desaparecer mucho antes del 1959, cuando desde el norte nos llegó el viento frió de los grocerys y los supermercados. Total que era la misma bodega, pero con cristales, neveras y aire acondicionado. Entonces ya no era La Guajira, La Casa Bada, La Fraternidad, La Prosperidad, El Nuevo Mundo o La Valenciana, lugares donde siempre había una punta del mostrador para el cubilete y el trago. Esas mismas pasaron a ser Garcías Grocery, Boutique Record o Super Marques S.A. p             ara estar a tono con un progreso que eliminó al bodeguero familiar  y nos trajo al gerente uraño.     

Los que entonces íbamos al colegio no podemos olvidar como olían las bodegas, a ajo, café, pan fresco, sacos de yute,  creolina y hasta bacalao. Porque se vendía de todo, desde casabe hasta un rollo de soga de henequén. Aquellos bodegueros de antes eran tan nobles que se creían en todos los cuentos que les hacían y fiaba hasta lo infinito, y  aunque el cliente comprara tres kilos de café y dos de azúcar, le daba la contra de cocotazos. Que eran caramelos como garbanzos de muchos colores.

El tendero de hoy relajea más, pero fía menos.

Para esa época, a pesar del buen esfuerzo de muchos intelectuales y las campañas de cultura, quien más hizo por la el acercamiento iberoamericano fueron las  mulatas. El español no comprendía lo que era la unión de las culturas  y la influencia de lo afrocubano hasta que no pasaba por su lado  una mulatica pícara enseñando el refajo.

Los bodegueros españoles comenzaban a aplatanarse cuando quería que la mujer le costara menos, que ya es parecerse al cubano. Pero resulta que todas las mujeres cuestan algo, la que no cuesta dinero, cuesta disgusto. A pesar de todo,  las familias cubano – españolas se extendieron como la verdolaga en primavera, de allí que en lo actual el cubano no es genuinamente cubano, sino una mezcla de pueblos. Para nuestros genes, lo mejor que tenemos de los españoles es la tenacidad y el buen gusto el potaje de garbanzos y el tocino.  También con aquellos bodegueros españoles nos llegaron los piropos castizos, “! Bendita sea la madre que te pario, y ole!”. Claro que los piropos en Cuba tienen sus cosas, porque cuando un gallego le dice un piropo a los hermosos ojos de una mujer, le mira a la cara. Nosotros los criollos le miramos los fondillos. Es que en verdad nos falta la sinceridad de la hidalguía española.

Cuando al cabo de los años el emigrante volvía a su tierra y le decían  indiano, comprendía como había cambiado en Cuba, entonces sentía  la nostalgia de una patria que no era la suya, es decir sentía la nostalgia al revés, porque extrañaba el relajo y sabía que la palabra gallego, no era una ofensa, sino franco cariño criollo.

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