Notas sueltas sobre epidemias lugareñas


Tal vez la primera mención de epidemias en nuestro territorio tuvo lugar en los años iniciales a la fundación de Santa María del Puerto Príncipe cuando un 2 de febrero se realizó una procesión de rogativa en honor a la virgen de La Candelaria, patrona de la villa, para que nos librara de desgracias naturales y epidemias. Se dice que mientras la procesión con hachones encendidos desfilaba a lo largo de la costa los navíos en puerto dispararon cañonazos de salva para librarnos de todo mal. 

El Imperial, Aula Magna de periodistas.

El Imperial, Aula Magna de periodistas.


Inaugurado desde muchos años antes, no sé cuantos, el bar – cafetería El Imperial abrió sus puertas en la esquina de la calle República y el callejón de La Magdalena con puertas a ambas vías siempre populosas. Tenía un salón con mesas cuadradas, de hierro, cubiertas de mármol blanco y cuatro sillas cada una, un extenso mostrador de madera, una vidriera en una esquina para la venta de cigarros, periódicos, caramelos, chicles, y billetes de la la Lotería Nacional y tres ventiladores de eterno giro colgados del techo. Al fondo, por la derecha, una puerta hacia un reducido reservado con cortinas para el romanceo furtivo y a la derecha otra puerta a los baños de damas uno y para caballeros otro, pero utilizados indiscriminadamente en caso de apuro.

Aparte de café y bebidas se ofertaban entremeses de jamón, queso y aceitunas y ya desde la media noche y hasta el amanecer café con leche y pan con mantequilla.

Le conocí en su época de esplendor, durante los finales de la década de los años cincuenta y en los inicios de los sesenta, aunque me decían que antes fue mejor. Para nosotros los iniciados, El Imperial era por así decirlo la Meca bohemia del periodismo lugareño, pues situado a muy poca distancia de las redacciones de los periódicos El Camagüeyano y El Noticiero, uno en el callejón de Fínlay y el otro en la calle Avellaneda, tenia también a mano la emisora radial La Voz del Gallo y el Circulo de Profesionales en la plaza de La Merced. Sin dudas que por entonces El Imperial reunía lo mas granado de la prensa local.

Concluida en las primeras horas de la madrugada la tirada de la edición del día, periodistas de todas las edades, géneros y estilos, redactores y diseñadores comenzaban a dejarse caer en la cafetería, a donde también recalaban con frecuencia ambulantes, artistas trasnochados tras concluir sus actuaciones en los centros nocturnos de los alrededores como El Gran Hotel, el bar Jerezano y el Parque Bar, así que a bordo de esta arca de Noe, lo mismo un trovador rasgaba su guitarra que intervenía un poeta en estado de veremos o era inevitable que Luis Pichardo Loret de Mola, brillante editorialista y jefe de información de El Camagüeyano, nos leyera su próximo trabajo. No faltaban las causticas anécdotas y cuentos de relajo sobre políticos, élite social del momento, buscavidas y prostitutas, narrados con pelos y señales por Rafael Valdés Jiménez, polémico director de la emisora de radio vecina y aun las noticias mas actuales del cuerpo de guardia del Hospital General, actas policiales y juzgados correccionales colectados por Agustín Romeo Pérez. Por lo general el grupo se dispersaba cuando ya los vendedores de periódicos comenzaban a vocear en las calles las noticias nacionales internacionales del momento.

Pero había tormenta. La joven avanzada de estudiantes de periodismo en ese momento, ingresados a las aulas por romanticismo, dandísmo, inspiración o aventura, algunos de los cuales luego cerraron filas en torno a Adelante, apenas si tuvo oportunidad de asomase al aula magma que nos ofrecía cada noche El Imperial para aprender todo cuanto había que aprender del periodismo de la época.

Cuando respiramos los primeros aires de la profesión. Cuando nos sentimos con derecho parte de aquel mundo, ya aquel mundo no existía. Se impuso una nueva actitud y estilo de hacer periodismo y mirarnos con otro prisma.

Tan impetuoso fue el cambio que apenas si nos dimos cuenta que aquella vida bohemia que tanto nos atrajo, y que aun rezuman en aquellas primeras paginas de Adelante de hace 62 años. se dispersó como el humo de los cigarros que llenaban cada madrugada los ceniceros en El Imperial

Pero el espíritu de nuestra profesión no cambia aunque si la escenografía. La estudiantina que irrumpe detrás nuestro se embeleca con relatos de un periodismo novelesco y sentimental que en realidad no fue el mejor pero que marcó generaciones. De ella a fuerza de de destino y realidad nos alejamos. Sin embargo hoy de manera indefinible quedan girones. Ha de ser ADN de la profesión que nos clasifica. Nos seguimos reuniendo en otras tertulias mas intimas. Solos, en parejas o grupos afines le robamos minutos a la redacción. Nos vamos a la cafetería de la preferencia para continuar hablando de los mismo con lo mismo; trabajo, inspiraciones y proyectos. Esperanzas y desesperanzas. Distanciarnos un poco de la tecnología que ahora nos absorbe como antes hizo con nosotros la maquina de escribir. Escuchar el proyecto de un reportaje o un comentario para decirle cuatro cosas a alguien. Nada cambia en el principio vital y rl ingenio de los colegas.

Las tertulias del Imperial ya están muy lejos. Cuando Adelante en 1963 ocupo su nuevo edificio de la calle Príncipe, comenzamos a escribir, sin saberlo, la ultima pagina de un tiempo. Allí en esa misma calle, pared con pared, teníamos al cabaret Salón Rojo, nuestra ultima trinchera para sentirnos a la antigua y aun amar regalando flores.

Ninguno de nosotros los noctámbulos habituales de cada amanecer en aquel cabaret nos dimos cuenta que la vida bohemia de la profesión tocaba a su fin impuesto por la modernidad. Todo pasó en la ultima noche del cabaret que al día siguiente seria cerrado. Esa noche, de madrugada, con muchas mesas vaciás y solo nosotros en la sala, nadie se sorprendió que algunos de los supervivientes de una época lloraran mientras junto a ellos Marha Estrada les cantaba aquella desgarradora melodía ”abrazame fuerte, fuerte…y olvidarme después¨””.







 


Inaugurado desde muchos años antes, no sé cuantos, el bar – cafetería El Imperial abrió sus puertas en la esquina de la calle República y el callejón de La Magdalena con puertas a ambas vías siempre populosas. Tenía un salón con mesas cuadradas, de hierro, cubiertas de mármol blanco y cuatro sillas cada una, un extenso mostrador de madera, una vidriera en una esquina para la venta de cigarros, periódicos, caramelos, chicles, y billetes de la la Lotería Nacional y tres ventiladores de eterno giro colgados del techo. Al fondo, por la derecha, una puerta hacia un reducido reservado con cortinas para el romanceo furtivo y a la derecha otra puerta a los baños de damas uno y para caballeros otro, pero utilizados indiscriminadamente en caso de apuro.

Aparte de café y bebidas se ofertaban entremeses de jamón, queso y aceitunas y ya desde la media noche y hasta el amanecer café con leche y pan con mantequilla.

Le conocí en su época de esplendor, durante los finales de la década de los años cincuenta y en los inicios de los sesenta, aunque me decían que antes fue mejor. Para nosotros los iniciados, El Imperial era por así decirlo la Meca bohemia del periodismo lugareño, pues situado a muy poca distancia de las redacciones de los periódicos El Camagüeyano y El Noticiero, uno en el callejón de Fínlay y el otro en la calle Avellaneda, tenia también a mano la emisora radial La Voz del Gallo y el Circulo de Profesionales en la plaza de La Merced. Sin dudas que por entonces El Imperial reunía lo mas granado de la prensa local.

Concluida en las primeras horas de la madrugada la tirada de la edición del día, periodistas de todas las edades, géneros y estilos, redactores y diseñadores comenzaban a dejarse caer en la cafetería, a donde también recalaban con frecuencia ambulantes, artistas trasnochados tras concluir sus actuaciones en los centros nocturnos de los alrededores como El Gran Hotel, el bar Jerezano y el Parque Bar, así que a bordo de esta arca de Noe, lo mismo un trovador rasgaba su guitarra que intervenía un poeta en estado de veremos o era inevitable que Luis Pichardo Loret de Mola, brillante editorialista y jefe de información de El Camagüeyano, nos leyera su próximo trabajo. No faltaban las causticas anécdotas y cuentos de relajo sobre políticos, élite social del momento, buscavidas y prostitutas, narrados con pelos y señales por Rafael Valdés Jiménez, polémico director de la emisora de radio vecina y aun las noticias mas actuales del cuerpo de guardia del Hospital General, actas policiales y juzgados correccionales colectados por Agustín Romeo Pérez. Por lo general el grupo se dispersaba cuando ya los vendedores de periódicos comenzaban a vocear en las calles las noticias nacionales internacionales del momento.

Pero había tormenta. La joven avanzada de estudiantes de periodismo en ese momento, ingresados a las aulas por romanticismo, dandísmo, inspiración o aventura, algunos de los cuales luego cerraron filas en torno a Adelante, apenas si tuvo oportunidad de asomase al Subiraula magma que nos ofrecía cada noche El Imperial para aprender todo cuanto había que aprender del periodismo de la época.

Cuando respiramos los primeros aires de la profesión. Cuando nos sentimos con derecho parte de aquel mundo, ya aquel mundo no existía. Se impuso una nueva actitud y estilo de hacer periodismo y mirarnos con otro prisma.

Tan impetuoso fue el cambio que apenas si nos dimos cuenta que aquella vida bohemia que tanto nos atrajo, y que aun rezuman en aquellas primeras paginas de Adelante de hace 62 años. se dispersó como el humo de los cigarros que llenaban cada madrugada los ceniceros en El Imperial 


 

Pero el espíritu de nuestra profesión no cambia aunque si la escenografía. La estudiantina que irrumpe detrás nuestro se embeleca con relatos de un periodismo novelesco y sentimental que en realidad no fue el mejor pero que marcó generaciones. De ella a fuerza de de destino y realidad nos alejamos. Sin embargo hoy de manera indefinible quedan girones. Ha de ser ADN de la profesión que nos clasifica. Nos seguimos reuniendo en otras tertulias mas intimas. Solos, en parejas o grupos afines le robamos minutos a la redacción. Nos vamos a la cafetería de la preferencia para continuar hablando de los mismo con lo mismo; trabajo, inspiraciones y proyectos. Esperanzas y desesperanzas. Distanciarnos un poco de la tecnología que ahora nos absorbe como antes hizo con nosotros la maquina de escribir. Escuchar el proyecto de un reportaje o un comentario para decirle cuatro cosas a alguien. Nada cambia en el principio vital y rl ingenio de los colegas.

Las tertulias del Imperial ya están muy lejos. Cuando Adelante en 1963 ocupo su nuevo edificio de la calle Príncipe, comenzamos a escribir, sin saberlo, la ultima pagina de un tiempo. Allí en esa misma calle, pared con pared, teníamos al cabaret Salón Rojo, nuestra ultima trinchera para sentirnos a la antigua y aun amar regalando flores.

Ninguno de nosotros los noctámbulos habituales de cada amanecer en aquel cabaret nos dimos cuenta que la vida bohemia de la profesión tocaba a su fin impuesto por la modernidad. Todo pasó en la ultima noche del cabaret que al día siguiente seria cerrado. Esa noche, de madrugada, con muchas mesas vaciás y solo nosotros en la sala, nadie se sorprendió que algunos de los supervivientes de una época lloraran mientras junto a ellos Marha Estrada les cantaba aquella desgarradora melodía ”abrazame fuerte, fuerte…y olvidarme después¨””.




El Imperial, Aula Magna de periodistas.


Inaugurado desde muchos años antes, no sé cuantos, el bar – cafetería El Imperial abrió sus puertas en la esquina de la calle República y el callejón de La Magdalena con puertas a ambas vías siempre populosas. Tenía un salón con mesas cuadradas, de hierro, cubiertas de mármol blanco y cuatro sillas cada una, un extenso mostrador de madera, una vidriera en una esquina para la venta de cigarros, periódicos, caramelos, chicles, y billetes de la la Lotería Nacional y tres ventiladores de eterno giro colgados del techo. Al fondo, por la derecha, una puerta hacia un reducido reservado con cortinas para el romanceo furtivo y a la derecha otra puerta a los baños de damas uno y para caballeros otro, pero utilizados indiscriminadamente en caso de apuro.

Aparte de café y bebidas se ofertaban entremeses de jamón, queso y aceitunas y ya desde la media noche y hasta el amanecer café con leche y pan con mantequilla.

Le conocí en su época de esplendor, durante los finales de la década de los años cincuenta y en los inicios de los sesenta, aunque me decían que antes fue mejor. Para nosotros los iniciados, El Imperial era por así decirlo la Meca bohemia del periodismo lugareño, pues situado a muy poca distancia de las redacciones de los periódicos El Camagüeyano y El Noticiero, uno en el callejón de Fínlay y el otro en la calle Avellaneda, tenia también a mano la emisora radial La Voz del Gallo y el Circulo de Profesionales en la plaza de La Merced. Sin dudas que por entonces El Imperial reunía lo mas granado de la prensa local.

Concluida en las primeras horas de la madrugada la tirada de la edición del día, periodistas de todas las edades, géneros y estilos, redactores y diseñadores comenzaban a dejarse caer en la cafetería, a donde también recalaban con frecuencia ambulantes, artistas trasnochados tras concluir sus actuaciones en los centros nocturnos de los alrededores como El Gran Hotel, el bar Jerezano y el Parque Bar, así que a bordo de esta arca de Noe, lo mismo un trovador rasgaba su guitarra que intervenía un poeta en estado de veremos o era inevitable que Luis Pichardo Loret de Mola, brillante editorialista y jefe de información de El Camagüeyano, nos leyera su próximo trabajo. No faltaban las causticas anécdotas y cuentos de relajo sobre políticos, élite social del momento, buscavidas y prostitutas, narrados con pelos y señales por Rafael Valdés Jiménez, polémico director de la emisora de radio vecina y aun las noticias mas actuales del cuerpo de guardia del Hospital General, actas policiales y juzgados correccionales colectados por Agustín Romeo Pérez. Por lo general el grupo se dispersaba cuando ya los vendedores de periódicos comenzaban a vocear en las calles las noticias nacionales internacionales del momento.

Pero había tormenta. La joven avanzada de estudiantes de periodismo en ese momento, ingresados a las aulas por romanticismo, dandísmo, inspiración o aventura, algunos de los cuales luego cerraron filas en torno a Adelante, apenas si tuvo oportunidad de asomase al aula magma que nos ofrecía cada noche El Imperial para aprender todo cuanto había que aprender del periodismo de la época.

Cuando respiramos los primeros aires de la profesión. Cuando nos sentimos con derecho parte de aquel mundo, ya aquel mundo no existía. Se impuso una nueva actitud y estilo de hacer periodismo y mirarnos con otro prisma.

Tan impetuoso fue el cambio que apenas si nos dimos cuenta que aquella vida bohemia que tanto nos atrajo, y que aun rezuman en aquellas primeras paginas de Adelante de hace 62 años. se dispersó como el humo de los cigarros que llenaban cada madrugada los ceniceros en El Imperial

Pero el espíritu de nuestra profesión no cambia aunque si la escenografía. La estudiantina que irrumpe detrás nuestro se embeleca con relatos de un periodismo novelesco y sentimental que en realidad no fue el mejor pero que marcó generaciones. De ella a fuerza de de destino y realidad nos alejamos. Sin embargo hoy de manera indefinible quedan girones. Ha de ser ADN de la profesión que nos clasifica. Nos seguimos reuniendo en otras tertulias mas intimas. Solos, en parejas o grupos afines le robamos minutos a la redacción. Nos vamos a la cafetería de la preferencia para continuar hablando de los mismo con lo mismo; trabajo, inspiraciones y proyectos. Esperanzas y desesperanzas. Distanciarnos un poco de la tecnología que ahora nos absorbe como antes hizo con nosotros la maquina de escribir. Escuchar el proyecto de un reportaje o un comentario para decirle cuatro cosas a alguien. Nada cambia en el principio vital y rl ingenio de los colegas.

Las tertulias del Imperial ya están muy lejos. Cuando Adelante en 1963 ocupo su nuevo edificio de la calle Príncipe, comenzamos a escribir, sin saberlo, la ultima pagina de un tiempo. Allí en esa misma calle, pared con pared, teníamos al cabaret Salón Rojo, nuestra ultima trinchera para sentirnos a la antigua y aun amar regalando flores.

Ninguno de nosotros los noctámbulos habituales de cada amanecer en aquel cabaret nos dimos cuenta que la vida bohemia de la profesión tocaba a su fin impuesto por la modernidad. Todo pasó en la ultima noche del cabaret que al día siguiente seria cerrado. Esa noche, de madrugada, con muchas mesas vaciás y solo nosotros en la sala, nadie se sorprendió que algunos de los supervivientes de una época lloraran mientras junto a ellos Marha Estrada les cantaba aquella desgarradora melodía ”abrazame fuerte, fuerte…y olvidarme después¨””.