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Por un pomo de tinta-


Durante una de las bajas y altas de mi familia fui a dar a la muy humilde escuela publica no. 26. Era algo muy pequeño, tres o cuatro aulas de mampostería y tejas criollas levantada en un hondón que existía junto a la calle 6ta.entre Principal y Palomino, en el reparto Simoni. Hoy la urbanización con almacenes y viviendas de buena presencia han borrado aquella postal
Para los alumnos esta situación era magnifica, pues bastaba un chubasco para que la escuela se inundara y nosotros nos la pasábamos muy bien subidos en los pupitres convirtiendo las hojas de las libretas en barquitos de papel.
En una ocasión, durante cierta campaña de antiparasitaria, Salubridad mejoro el par de letrinas que teníamos en el patio y convoco aun concurso de escritura sobre formas para librarnos de lombrices intestinales y toda su complicada familia, que como se sabe tiene entre uno de sus daños colaterales es el picor en los fondillos.
 
Redacte dos composiciones. Una para mi y otra para mi hermana, pues el concurso era por separado para varones y hembras. Los dos fueron premiados y aquella buena maestra, tan humilde y abandonada como nuestra propia escuela, nos regalo a cada uno (vaya usted a saber con cuanto sacrificio) una pluma de fuente que debieron haberle costado acaso una peseta en la tienda del Ten Cent de la ciudad. Junto con la pluma me regalo un pomo de tinta. Al entregármelo me dijo algo así como “Mi literato, ojalá que la tinta nunca se te acabe para que sigas escribiendo muchas composiciones bonitas”.
Por supuesto que entonces no comprendí el significado de lo que quiso decirme y menos tenia claro que cosa era ser literato, pues por esos años, influenciado por mi tía Raquel, quería mejor irme de explorador al Amazonas o de aventuras por el Himalaya. Fue esta autoritaria tía quien me regalo los dos primeros libros que tuve en mi vida los cuales he leído en mas de una oportunidad: El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas y El llamado de la Selva, de Jack London, los dos cargados de aventuras y romanticismo.
En realidad, y para entonces, yo tenía a mi manera estas dos cosas. Mis aventuras estaban en la fuga que nos dábamos desde la escuela hacia la loma del cerro y la charca del Tamarindo en el río Tínima, mientras que con Estrella llegó la parte del romance.
De alguna manera iniciamos un largo idilio epistolar. Ella era una hermosa niña de ojos color miel, tímida y ruborizada a la primera palabra, como era dable para una niña de aquella época. Como compartíamos el mismo pupitre, pero en diferentes horarios. (Las niñas por las mañanas y los varones por las tardes), y aunque pocas veces le hable en persona, día por día le dejaba una carta escondida bajo la silla del pupitre que ella me respondía con igual devoción. Por supuesto que nos juramos amor eterno y tanto es así que como siempre sucede en estos gajes aventureros, aquel amor para toda la vida duró dos cursos escolares pues su familia se mudo del barrio y ya jamás supe de ella.
 Un día, luego de este revés, convencido de que aventuras, venturas y desventuras deben ser recordadas abrí por fin el pomo de tinta y anote a las puertas de mi primer diario; “Literato; persona que profesa o cultiva la literatura”. Allí está la nota al pie de la primera página que de inicio, casi setenta años después, no recordaba porque había escrito aquello.
Hace poco durante un viaje de regreso desde La Habana escuche en el ómnibus una conversación en la que dos o tres amigos hablaban sobre sus primeros maestros y el cuidado que colocaban en hacer que los niños escribieran bien y con fluidez. En ese punto rememore aquel episodio de las plumas de fuente y la composición sobre los oxiuros.
Llegue a la conclusión de que aunque he envejecido, no. estoy preparado para eso, por lo que sigo organizando aventuras por cuenta propia aunque no sea al Himalaya y atizando romances que si en realidad no maduran, me permiten pasarla muy entretenido.
Por lo demás todo parece que desde aquel pomo de tinta comenzó la vocación por el periodismo sobre un camino no siempre de flores, y del que me protegí de tales y de tantos tomando como adarga un arma que no falla para curar los males de la tristeza, la abulia y el estrés; el buen humor. Estilo que en días como hoy nos rescata del aburrimiento, ayuda a reflexionar de diferente forma y nos salva de la insana tentación de tomarnos demasiado en serio esas actuales grandes necedades que son la solemnidad, la pedantería y la incultura de cuello blanco. Ya les contaré.

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