Dicen
que en 1952 el tal Míster Miller, un yanqui buena gente, no les
permitió a Nené Alfonso y Manolo Docampo comprar el antiguo
trapiche La Lucrecia, siete millas al sur de Lugareño, poblado
ubicado 60 kilómetros al noreste de Camagüey. Para esa fecha aún
se conservaban los restos metálicos de unos 30 molinos en el área y
los dos amigos formaban fortuna comprando y revendiendo hierro.
Pero
a Míster Miller le gustaba ese específicamente. Por ello encomendó
al joven Gonzalo la acérrima tarea de “transportarlo
intacto” y de emplazarlo justo en frente del ingenio de las seis
torres, que ese mismo año realizaría la mayor zafra en tiempos del
capitalismo y la segunda más grande de su historia.
Por
una razón al “americano” le parecía importante: a principios
del siglo XX aquellas piezas habían viajado en barco desde Brooklyn,
Nueva York, junto a una locomotora de vapor Made
In Philadelphia.
Miller exigió también el traslado de las pailas, donde a base de
paleta y carbón los negros esclavos obtenían el moscabado, azúcar
sin refinar en forma de bloque. Como no era bruto el gringo, creó
así su museo propio.
De
tanta exquisitez en el montaje, Gonzalo terminó siendo el
historiador del batey y el día que Miller se fue, después de besar
los aparatos, le dijo: “cuide bien a estos hierritos”.
Hace
unos días visité a Gonzalo y aprendí lo que nadie me enseñó en
la escuela: el tal Miller no era un tipo mala gente. Él hizo sembrar
de palmeras toda la entrada del pueblo. Viajó a Santiago de Cuba, en
compañía de Germán Alonso, para exigirle una sucursal a los dueños
de la cerveza Hatuey. Dio sus mejores votos para la edificación de
la escuela. Autorizó la construcción del club de los negros y
exigió como nombre la eufemística frase de “Amantes del
Progreso”. Rezó junto a los padres católicos para levantar la
iglesia. Con la energía de los turbos obligó a electrificar la
parroquia y les permitió encender hasta dos bombillitos por casa.
Buscó operarios hidráulicos para bombear el agua e importó desde
Estados Unidos todo lo necesario para crear un acueducto.
El
historiador de 80 años cree, como el aldeano, que el mundo entero es
su aldea. Y con tal furor la resguarda. Habla despacio pero uno
entiende. Entiende que el mismísimo presidente de la República,
Carlos Mendieta, movió el cielo y la tierra para garantizarle a la
Atlántica del Golfo la mayor parte del pastel. En una subasta
pública realizada en 1934 esa compañía azucarera adquirió la
propiedad de la fábrica por el irrisorio precio de 4 millones y
medio, cuando ya esta valía unos 50 millones de dólares
norteamericanos. Desde ese entonces, y hasta Fulgencio Batista, todos
los presidentes fueron de un modo u otro accionistas.
Los
jefes de Miller sabían que un conjunto de infortunios, incluyendo el
ciclón del ´32, conduciría a la quiebra a la Cuba Cane Sugar
Corporation, y como buitres esperaban el momento exacto.
Aquello
fue en realidad una saga de otra historia: desde principios del siglo
la Cuba Cane se apoderaba de la fábrica de Don Melchor Bernal y
Varona, quien ante las deudas con los gringos solo encontró como
opción la de hipotecar su ingenio.
Hacia
1880 Melchor había recibido en herencia las fincas de “El Carmen”
y “San Federico”. Y como Don Gaspar Betancourt Cisneros era amigo
de sus padres, el nuevo terrateniente quiso nombrar a su ingenio como
el célebre Lugareño.
Cuenta
Gonzalo que Míster Miller conocía cada anécdota al detalle. Sabía
de las fondas de los chinos; de cómo llegaron los primeros
holandeses y mexicanos al caserío; de Siam, el asiático experto en
matemáticas. Sabía que Don Melchor llamaba a la ceiba sembrada por
los mambises “el árbol de los tesoros”. Hacía la historia
completa de cómo llegó a Lugareño el zapatero José, desde la
península ibérica.
Miller
era también un hombre sereno y calculador, guapo y jaranero. El día
que el isleño talabartero decidió ahorcarse mientras ardía la
zapatería de Don José, el americano llegó con el sepulturero,
quien para sorpresa de todos exclamó: “listo para servir. Está
asadito. Si me dejan yo me lo como”. Y al Míster, que ya no le
extrañaba nada, solo le dio por correr, mientras gritaba: “ya
lo decía yo, muy extraña es la gente de este pueblo”.
Hoy
todo aquello es memoria y ya nadie siente el olor a caña y guarapo.
Entre hierbas y malezas se está pudriendo el trapiche de la
señora Lucrecia. El viejo Gonzalo está sufriendo por la gente
que se ha ido sin ganas de marcharse, pero sin intención de volver.
Él casi ve al central nacer y por obligación lo vio desaparecer.
Por:
Rafael Gordo Núñez
una joya
ResponderEliminarexelente p[pedro silva