La Giraldilla, situada en lo alto de la fortaleza de La Cabaña,
a la entrada de la bahía de La Habana, mira hacia el mar, como contaban que a diario hacía Doña Isabel a
la espera del marido que había emprendido una aventura
extraordinaria de la que nunca habría de regresar.
Aunque descendiente por línea materna
de un gran linaje —sobrina de aquella marquesa de Moya que protegió
a Colón y que sólo cedía en alcurnia a la reina de Castilla—
Isabel, como tantas otras personas de su tiempo, se vio arrastrada y
transformada por ese Nuevo Mundo que, de repente, había aparecido
más allá del océano.
La transformación empezaría por su
propia identidad. En puridad debió llamarse Inés Arias, hija que
era del terrible Pedro Arias Dávila—más conocido por Pedrarias—
aquel hombre de hierro que conquistó el Darién, cruel por igual con
indígenas y españoles, y a cuyas órdenes pelearon caudillos tan
famosos como Francisco Pizarro, Vasco Núñez de Balboa y Hernando
de Soto, Inés Isabel, que era una Bobadilla por parte de su madre,
se casaría con este último, a pesar de que venía de la pobreza y
de la plebellez.
De Soto, nacido en 1500, había llegado
a América con sólo 14 años, cuando ni siquiera podía ser un
soldado. Sirvió a las órdenes de Pedrarias y luego de Pizarro, y
del Perú volvería a España con nombre y con dinero, el suficiente
para que la hija del temible y orgulloso conquistador accediera a
casarse con él. Le precedía la fama de valiente y, al parecer, era
buen mozo y tenía gracia para halagar a las mujeres.
No es temerario afirmar que se trató
de un matrimonio por amor, al menos de parte de ella. La boda tuvo
lugar en Sevilla, en 1537, cuando ya Hernando de Soto tenía planes
de seguir las huellas de Ponce de León y de Cabeza de Vaca en los
inmensos territorios de Norteamérica.
Dos años después salía para las
Antillas con el título de Adelantado y el mando supremo en Cuba y la
Florida. Ávido de aumentar su prestigio y su oro, La Habana —que
entonces era poco más que un caserío con un castillejo— no habría
de ser para De Soto más que una mera escala de su ambiciosa empresa.
Apenas llegado, y ya, el 18 de mayo de 1539, partía con rumbo norte.
Su amorosa y enérgica mujer se quedaría en su puesto como
gobernadora de Cuba. El Adelantado infundía tal respeto que ninguno
de aquellos hombres rudos se atrevió a cuestionar tan insólita
designación.
Es así que tiene lugar un acontecimiento que no ha de replicarse en nuestro continente hasta tiempos modernos: el gobierno supremo de un territorio en las manos de una mujer. Pero Isabel de Bobadilla es excepcional también por su carácter: la amante y desolada esposa y la magistrada enérgica se unían notablemente en su sola persona. Cuando Hernán Ponce, influyente magnate que era acreedor de su marido, insistió en cobrarle una deuda, no fue remisa en ordenar su arresto y, al mismo tiempo, pasaba muchas horas al día mirando al mar a la espera del regreso del hombre que amaba a quien no volvería a ver.
Fatalmente atraído, como tantos
exploradores y conquistadores de su tiempo, por la vastedad del Nuevo
Mundo, Hernando de Soto se fue internando cada vez más en América
del Norte hasta llegar a “descubrir” para los europeos el
caudaloso Misisipi, en cuyo seno lo sepultaron cuando murió de
fiebres en 1542.
Su mujer no pudo sobreponerse a la
tristeza y falleció al año siguiente, dejando como legado la
leyenda de un trágico destino asociado a la aventura americana. Por
generaciones, su nombre estaría marcado por la notable excepción de
su gobierno y por la romántica historia de su espera, que La
Giraldilla perpetúa, a sol y sombra, sobre la torre de una venerable
fortaleza.
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