Como los mitos en el patrimonio de la cultura universal se ocupa del quehacer de los dioses, las leyendas residen en el universo de la humanidad.
Las leyendas, como parte del quehacer cultural, son narraciones tradicionales, en los que se conjugan elementos ficticios, a veces sobrenaturales, que a partir de un punto conocido o común, comienzan a transmitirse de una a otra generación perdiendo a veces sus reales orígenes.
Muchas de esas leyendas caen la espiritualidad humana donde ética y moral se conjugan con las religiones que al final nos ofrecen morajelas, castigos o premios divinos.
En la saga del medio milenio de la ciudad de Camagüey se guardan en el baúl del patrimonio local, leyendas que constituyen joyas del tesoro lugareño que los camagüeyanos mostramos con privilegio de su noble cuna.
Podríamos mencionar al barrer, aquellas páginas de Dolores Rondón,la Cruz de Sal, el Caricortado, el aura blanca, el indio bravo y el Santo Sepulcro. ¿Verdad o mentira?. ¿Historia de ayer o leyenda de hoy?
Una de las más emotivas leyendas enraizada en Santa María del Puerto del Príncipe es la del Santo Sepulcro. Primero porque lo real está entre nosotros y segundo porque si en verdad el entorno histórico es objetivo, la trama que le dio origen puede dar en el cosmos de lo irreal.
Según alguna historia, al medio día del siglo XVIII, residía en nuestra villa Don Manuel Agüero y Ortega alcalde ordinario en 1741 y ejemplo de ciudadano. En lo personal y junto a su religiosidad, atendía los asuntos a su mando como Capitán de Milicias y Sargento Mayor de la plaza con vivienda en la calle Mayor, muy próxima a la Plaza de la Merced, lugar donde residía junto a su esposa, doña Catalina Bringas y de Varona, cuyos padres habían hecho edificar de su propio peculio un templo dedicado a la Virgen de la Caridad en 1734.
De esa unión tuvieron varios hijos, el mayor de todos, José Manuel Agüero Bringas, nacido en en 1737. Sin embargo, poco después falleció Doña Catalina cuando sus hijos aun eran pequeños. A causa del dolor que le causó la muerte de su esposa, don Manuel decidió ingresar en la carrera eclesiástica, aunque continuara residiendo en su hogar y encargado de la educación de los niños.
Según documentos, es a partir de esta página de la historia aparentemente real, que comienza a tejer la leyenda.
Se dice que el joven José Manuel creció junto a un hermano adoptivo, hijo de una viuda a quien su padre favorecía. De éste, al que la tradición da el apellido Moya, nada más se conoce, aunque bien pudiera ser un hijo natural del distinguido Agüero, no reconocido por razones sociales de la época, pero beneficiado de otro modo.
José Manuel y su hermano adoptivo estudiaban juntos en La Habana, cuando vino una mujer a deshacer su confraternidad. La pasión de ambos por ella, trajo enseguida celos mutuos y Moya, menos favorecido por el apellido y la fortuna, y perdedor en aquel lance sentimental, se llenó de resentimiento hacia el rico heredero, al que todo parecía privilegiar y en un incidente que no ha sido aclarado, según unos un duelo, según otros una celada nocturna, dio muerte a José Manuel.
El asesino se sintió enseguida presa de grandes remordimientos y huyó a Puerto Príncipe, donde contó a su madre lo sucedido. Decidió ella ir de inmediato ver al sacerdote y benefactor, quien aún residía en la casona de la calle Mayor y llena de horror, le refirió los hechos, mientras el hijo esperaba en el zaguán.
Nadie sabe lo que pasó por la mente del padre cuando escuchó el relato, pero entregó a la viuda una talega de dinero,y un caballo, con la orden de que Moya debía desaparecer de inmediato donde jamás fuera encontrado por sus otros hijos. Dicho y hecho, el joven se marchó a México y nunca se volvió a saber de él.
Hizo la pena que don Manuel quisiera alejarse aún más del mundo y entró poco después como fraile en el vecino convento de La Merced, con el nombre de Manuel de la Virgen, por lo que a sus descendientes se les dio el mote popular de "nietos de la Virgen".
Un tiempo después, utilizando cuanto le quedaba de riquezas, el fraile hizo venir desde México al artífice Juan Benítez Alfonso, ordenando fundir 25 mil pesos en monedas de plata y construir un Santo Sepulcro que hoy es joya única en Cuba, y tan valiosa como otras de la América colonial.
Debio el artista forjar también unas andas del mismo metal para la Virgen de los Dolores, así como el altar mayor del templo, con su manifestador y sagrario y varias lámparas monumentales, cuyas cadenas también eran de plata. Se afirma que las piezas fueron fundidas en el patio del convento, convertido en gigantesco crisol y taller.
Desde 1762 —y durante dos siglos y medio— cada Viernes Santo, en la procesión del Santo Entierro, la impresionante belleza del Sepulcro llena de recogimiento los corazones. Su majestuosidad, acentuada por el tintineo de sus innumerables campanillas, avivaba el siniestro recuerdo de un legendario crimen, al que se le confirió la virtud de llevar a un padre desgraciado a un grado extraordinario de santidad.
Tal es la realidad y la leyenda del Santo Sepulcro.