A la media mañana del 31 de enero del 1950 la radio emisoras de la ciudad de Camagüey interrumpieron sus transmisiones habituales para lanzar flash informativos de última hora; un misterioso disco volador estaba evolucionando a gran altura sobre la ciudad. De inmediato cientos de personas se lanzaron a las calles ocupando plazas, parques, azoteas, tejados, intentando cada cual descubrir la nave, que sin dudas lanzaría un buen ataque atómico por lo menos, al decir de la prensa norteamericana quien nos machaba de aquello de la invasión de marcianos.
Según la prensa local, los héroes fueron el ciudadano Pablo Fonseca, encargado de coches y dormitorios en la terminal de trenes y Armando Soto, más conocido por Misicosa, repartidor de periódicos por esos lares. Ellos dos vieron la nave desde el parque Finlay y dieron la voz de alarma, concentrándose gran cantidad de publico, incluyendo prostitutas de la vecina calle Progreso quienes, como se encontraban en plena labor, muchas de ellas salieron a la calle a medio vestir y la policía hubo de llamar al orden.
La presencia del disco, debemos decir, nos ofrecías el privilegio de que se nos inscribiera en el registro de las visitas espaciales, y por tanto en el mundo de los estudios científicos. Tremendo nivel.
Eran esos tiempos de la Guerra Fría, en la que se sembraba a diestra y siniestra la paranoica locura de la amenaza comunista desde la URSS, o de los chinos desde Corea, aunque estuvieran al otro lado del planeta. Y aun la amenaza de una invasión extraterrestre. Época de películas de guerra sobre espías soviéticos y seres espaciales, empeñados en destruir el mundo, el mundo del Llanero Solitario, Superman y Popeye en marino, por supuesto.
Comprobada pues la presencia de aquel punto brillante sobre la ciudad, que según se veía avanzaba o retrocedía, o despedía rayos luminosos, según algunos, la prensa comenzó a seguir paso a paso las incidencias sobre el recorrido de los supuestos marcianos, manteniendo en vilo a la población. En las entrevistas realizadas en las calles, algunos ciudadanos propusieron rogativas colectivas para conjugar el mal, otros dijeron que tal vez se tratara de alguna propaganda política, pero los más se alegraban de aquella visita para ver si las cosas mejoraban, porque peor de lo que estaban ya no podían estar.
El “platillo volador” estuvo sobre Camagüey dos o tres horas más, sin que al cabo hiciera nada que valiera la pena. Poco a poco la gente se fue cansando de estirar el cuello de tanto mirar para arriba y que no pasara nada, regresando poco a poco a sus quehaceres, hasta que al atardecer algunos pocos le vieron alejarse y perderse en el infinito de los cielos, dejando a todos plantados.
Las emisoras recogieron los micrófonos y regresaron a la cháchara habitual con algunos comentarios sueltos sobre el tema, pero sin mucho entusiasmo.
Solo al día siguiente la Estación Meteorológica del aeropuerto Ignacio Agramonte, rectorado por la Pan American Airline, envió una nota a la prensa; “El pasado 31 de enero la Estación Meteorológica lanzó como es habitual un globo sonda para el estudio de las capas superiores de la atmósfera. Parece que en su ascenso el globo halló una bolsa de aire caliente que le mantuvo casi estático sobre las ciudad por algunas horas a una altura calculada en los cinco mil pies. Al anochecer la sonda cayó en la finca Santa Rosa, en el barrio Vertientes, siendo recuperada. No es la primera vez que un globo meteorológico es confundido con aviones de diferentes tipos”.
Hasta allí llegó la única historia que casi nos acerca a un platillo volador sobre nuestra ciudad. Historia que por supuesto se fue a bolina como el globo meteorológico de aquel 31 de enero de 1950.
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