La mujer camagüeyana, en lo esencial, tuvo siempre fama de buen vestir y ese gusto se lo debemos a todos los siglos anteriores, aunque fue el XIX quien marcó el sello, pues entonces la burguesía lugareña, que era quien marcaba la pauta de la moda, alcanzó sus más altos vuelos con una notoria influencia del refinamiento de Paris, traídas a la ciudad por familias que visitaban Francia, Italia o los Estados Unidos, entre estas los Simoni, Betancourt, Agramonte y otras muchas.
Durante la colonia las criollas en poco o en nada estimaron el gusto español dado a la sobriedad y colores densos y oscuros, por el contrario, las cubanas preferían los colores blanco, azul o rozado, con muchos encajes y complicados peinados con flores, cintas y peinetas. Las ricas camagüeyanas hacían ostentación con un corsé muy apretado para estilizar su cintura y grandes vuelos en sus vestidos que a veces alcanzaban hasta diez metros o más, y estos resultaban tan pesados que debieron de utilizar varillas para sostenerlos, además con mangas abombadas como faroles que bajaban hasta las muñecas y un enorme cuello a modo de capa.
Durante la colonia las criollas en poco o en nada estimaron el gusto español dado a la sobriedad y colores densos y oscuros, por el contrario, las cubanas preferían los colores blanco, azul o rozado, con muchos encajes y complicados peinados con flores, cintas y peinetas. Las ricas camagüeyanas hacían ostentación con un corsé muy apretado para estilizar su cintura y grandes vuelos en sus vestidos que a veces alcanzaban hasta diez metros o más, y estos resultaban tan pesados que debieron de utilizar varillas para sostenerlos, además con mangas abombadas como faroles que bajaban hasta las muñecas y un enorme cuello a modo de capa.
A pesar de eso siguieron aumentando el volumen de los vestidos, y tanto era el peso que entonces se impuso la moda europea del miriñaqui, especie de armazón de alambres, como una jaula dentro de la cual la mujer se metía desde la cintura a los pies, para sostener toda esa tela. Ocupaba tanto espacio que algunas sociedades debieron de restringir las invitaciones a sus salones a fin de que hubiera capacidad suficiente y los hombres perdieron la costumbre de llevar a las damas del brazo.
Durante la segunda mitad del 1800 la moda se dirigía a destacar la figura femenina en toda su opulencia, de allí que aparecen los escotes que habían sido altos y recatados, pero que bajan tanto que la Iglesia Católica puso el grito en el cielo y hasta el Ayuntamiento principeño debió intervenir dictando un bando llamando a la moral ciudadana y la decencia de las mujeres en lugares públicos, a contrapelo que fueron las criollas adineradas quienes con mayor furor acogieron esta moda. A propósito, si desean ver una hermosa mujer en el esplendor del descote lugareño, les invito a que admiren un bello retrato de nuestra Gertrudis Gómez de Avellaneda realizado en esa época.
A esta moda de ostentación siguió el uso del polizón, lo que eliminó el inmenso andamiaje, estrechando el vestido, alargando las faldas y colocando en la espalda una cola postiza, que era el polizón propiamente dicho. Con esos vestidos las mujeres barrían literalmente las calles y con una o dos salidas debían de deshacerse de ellos, pues las tela de seda y encajes quedaba inservible.
Para finales de siglo apareció la blusa femenina, estupenda adquisición separada de la falda pero de un mismo color y unida por un cinturón, fue tal el arrebato que esa moda se impuso sin interrupción hasta 1907. Para esa época en nuestra ciudad se imponen los trajes sastres de dos piezas, con lo que la mujer encuentra comodidad y libertad de movimientos, revolucionando de paso la moda femenina, sin embargo, el verdadero escándalo histórico de la moda se originó en nuestra ciudad cuando un buen día de los inicios del siglo XX, las camagüeyanas se decidieron sacar a la calle la falda pantalón y cortaron sus largos cabellos paras que aparecieran las melenas. Pero esa es historia de otro día.
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