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Memorias del Tamarindo

En mi barrio de La Vigía nosotros formábamos como una hermandad. Una cofradía. Una tropa compacta que compartíamos sueños, aventuras, meriendas, estudios y bellaquerías. Pero siempre no se les puede estar pidiendo cosas a muchachos de doce y trece años.

Una vez nos dio por irnos a la charca del río Tamarindo. Ni sé las veces que nos íbamos a ese lugar, por lo general escapados de la escuela, porque bastaba con que a uno de nosotros se nos ocurriera la trastada para escabullirnos del aula, reunirnos en la esquina y salir al galope hacia el río, aunque puede que después vinieran los problemas con nuestros padres y el desespero de aquellos estoicos maestros por devolvernos al buen camino ya que al decir de Concha, todos íbamos a terminar en Torrens por lo menos.

Eso resultaba un feo pronóstico pues Torrens era por esa época el más temible reformatorio juvenil del país del que se contaban pesadillas.

Pero Concha, conserje de la escuela, no hablaba en serio, ya que era una negra buena, que muchas y más cosas nos apañó antes padres y maestros. De todas formas ella siempre dijo que íbamos a  caer en presidio de seguir por el mal camino.

El Tamarindo era una  poza magnífica, ancha, cristalina, profunda, sombreada de manzanita lora y jobos,  a la que llegabas  por el camino de Juruquey, que es el que se encuentra a la izquierda luego del puente Méndez apenas entras al reparto Villamariana. Aquello era para nosotros la meca de la felicidad, como un viaje al Amazonas por lo menos, porque en ese tiempo el lugar por donde corría el río y a donde íbamos, se encontraba fuera de los límites urbanos. Recuerdo que luego del camino ya todo lo demás eran potreros y montes con una galería de arboles añosos.

Tanto nos atrapó aquel contacto con la Naturaleza, que una parte del grupo nos la tomamos en serio y hasta hicimos una primera tienda de campaña para nuestras futuras grandes expediciones. En realidad y para aclimatarnos improvisamos aquellos campamentos de fin de semana entre aguacates y toronjas en el traspatio de mi casa, que entonces era en la Avenida de Los Mártires, y hasta construimos una charca para criar patos, peces  y estar a tono con el medio.

Después tuvieron que pasar años para que llegaran las verdaderas expediciones más serias, con un alto grado de riesgo y aventura alguna de las cuales les contaré en otro momento.

Más tarde, con el tiempo descubrí que el río Tamarindo nunca existió y mucho  menos la selva amazónica lugareña, pero si la charca que formaba parte del río Tínima y que ya no existe, porque una vez y para siempre fue eliminada cuando se construyó por ese sitio la Carretera de Circunvalación norte y  en aquellas “afueras de la ciudad”  se levantaron los repartos Edén y Vista Alegre. En ese momento se perdió el encanto y apareció entre nosotros la leyenda, por eso es que cuando los de entonces ahora nos encontramos de vez en vez, una de las primera cosas que hacemos es irnos a la charca del Tamarindo.

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