Seguro que muchos saben que en la ciudad de Camagüey existen tres grandes relojes públicos, situados en las torres de tres diferentes iglesias; La Caridad, la Mayor y La Merced. Esta última es la más antigua y su maquinaria es la más vieja de Cuba aun en funciones.
Sin embargo, bien pudimos tener otro reloj cuya instalación se frustró debido a la imprudencia de un joven sacerdote que en un minuto echó por tierra meses de labor. Sucedió a mediados del 1847, año en que el Ayuntamiento de Santa María del Puerto del Príncipe decidió hacer instalar un reloj en lo alto de la iglesia de San Juan de Dios.
Con esa fecha se contrató al maestro albañil Don Juan Bautista Collot, persona de acreditada fama en la ciudad, pues estuvo al frente de obras como la torre de la iglesia de Santa Ana, así como algunas grandes viviendas que aun se resisten el tiempo.
Pues bien, hechos los arreglos, se inició la reconstrucción de la torre que se encontraba dañada, colocándose la cúpula como remate. Terminado el trabajo fue necesario apuntalar las paredes con algunos travesaños de madera a fin de que sostuvieran los ladrillos en espera de que estos fraguaran.
Como Collot conocía que ese proceso de forja podía durar algunos días, aprovechó para tomar un descanso, dejando al cuidado de la torre a un par de oficiales de albañilería los que con otros cuatro hombres continuaron rematando lo que podía faltar, incluyendo el nicho donde iría el reloj. Hasta allí todo fue a pedir de boca.
Sin embargo, por el aquello de que cuando el diablo no tiene que hacer mata moscas con el rabo, quiso la suerte que habitara en el convento de San Juan de Dios un joven fraile muy despierto, llamado Juan Manuel de Torres, que en más de una oportunidad ayudó incluso a los albañiles en las obras de la torre, pero que no dejaba pasar un día sin que metiera las narices donde menos se le esperaba, por otra parte ya se le había advertido los peligros que corría en su constante subir y bajar por los andamios de la torre.
Pues bien, el viernes 13 de agosto de ese año de 1847, cosa del medio día, al fraile se le ocurrió la nada feliz idea de colocar unas cuerdas en lo alto de los travesaños para fabricarse un columpio. De nada le valió a los albañiles llamarle la atención, pues a pesar de los regaños, y mientras se columpiaba, el joven se dedicó a sermonearlos y explicarles que las oportunidades que nos daba dios había que aprovecharlas pues “si aquí me las puso dios…”
No había terminado esa frase, cuando con gran estrépito la torre se desplomó sobre la plaza al hundirse el techo de donde pendía el columpio
Sin embargo, por pura casualidad, el fraile no quedó aplastado bajo las paredes del campanario. Más asustado que magullado, fue extraído de entre los escombros junto a los constructores, quienes apenas podían creer que a ninguno les hubiese ocurrido absolutamente nada, salvo uno de ellos, León Arostegui, que sufrió la fractura de un brazo.
Por supuesto que el Teniente Gobernador ordenó una investigación, ya que Collot acusó al cura de imprudente mientras este le echaba en cara la calidad de la obra.
En definitiva al maestro albañil se le condenó a reconstruir la torre a expensas de su bolsillo. Por supuesto que Collot apeló y volvió a ser acusado, esta vez por el prior del convento. Así que entre juicios y papeles transcurrieron los años. A la postre y luego de tantas reclamaciones, el Ayuntamiento tuvo que cargar con la cuenta de la reconstrucción de la torre de San Juan de Dios, la cual quedó tal y como hoy la vemos. Lo peor de esta historia es que San Juan de Dios perdió su reloj, tampoco las crónicas no dicen donde fue a dar el joven sacerdote.
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