Parque Agramonte |
A las doce de la noche del 26 de noviembre de 1898 un grupo de camagüeyanos realizó una operación “comando” contra la pasividad con que las autoridades interventoras en el territorio acogían con beneplácito en la ciudad a los enemigos del país, permitiéndoles mantener, a pesar de su acusada reacción a lo largo de la contienda, todos sus privilegios políticos y económicos.
El plan fue trazado por los jóvenes José del Monte Barceló, Juan Oms Pupo, Otilio Xiques, Arturo Álvarez, Manuel Llatsé Telles y Angel Hernández Navarro, quienes primero debieron reunirse ese día en la vivienda situada en la calle Mayor (Cisneros) no. 17, propiedad de la patriota Macedonia Socarrás. A las once de la noche y ultimados los detalles, el grupo sacó del lugar una cuerda y una escalera que habían solicitado al convento de La Merced con cualquier pretexto. Con esos útiles los complotados se dirigieron a la Iglesia Mayor con el propósito de arrancar y llevarse una tarja que años antes habían colocado las autoridades coloniales en honor al rey Don Alfonso XII. Sin embargo, como la escalera resultó pequeña, se dirigieron a la oficina de la Compañía de Electricidad, situada entonces en Santa Ana y Apodaca, donde se apropiaron de otra escalera de mayor tamaño.
Con un cincel y un martillo Ángel Hernández comenzó a desprender la placa situada frente a la calle Mayor, sin embargo, pronto se dieron cuenta que el trabajo se hacia lento, y además el ruido podría atraer a las rondas militares que custodiaban el pueblo. Decididos a llevar adelante el plan de todas formas, idearon utilizar como palanca la muleta de Llatse, quien debido a un defecto físico en una pierna no podía caminar sin ella. Finalmente la placa cayó al suelo y se destrozó.
Esa misma noche los fragmentos fueron dispersados a la puerta de las viviendas de los españoles más recalcitrantes y cubanos traidores, como advertencia de la vigilia del pueblo.
Por supuesto que a la mañana siguiente la tropa de ocupación se lanzó a la búsqueda de quienes clasificaron como “promotores de disturbios luego de la paz alcanzada gracias a la gran nación amiga”, mientras que la prensa cipaya destacó el suceso en grandes titulares, y aunque comerciantes y políticos influyentes movieron sus recursos para que se castigara al “irrespetuoso acto de profanación contra la memoria del querido monarca y como desagravio a las autoridades norteamericanas que han traído el orden al país”, Camagüey aplaudió la acción y mantuvo en el anonimato a los autores del hecho y sus detalles, que solo se conoció muchos años después y bien adentrado el siglo XX.
Pero lo interesante de esta acción fue la desconocida colaboración que tuvieron los jóvenes conspiradores de la Operación Alfonso XII por parte de la policía de Camagüey, cuyo jefe, el Capitán Víctor de Miranda Iraola, al conocer por algunas indiscreciones pormenores de la acción a ejecutar, no solo no la impidió, sino que ordenó a algunos de sus subordinados de mayor confianza, cubanos todos, vigilar la zona a discreción para evitar que los complotados fueran sorprendidos por las patrullas norteamericanas, y con la orden además de impedir, a toda costa, que los revolucionarios fueran detenidos.
Tal es la historia.
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